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Todos los niños del barrio corrían tras la pelota. Aquel día aceptaron que Pepito jugase, a pesar de lo hostil que resultaba su presencia para sus amigos, pues ya antes había roto las lunas de las casas de los vecinos, y esto les había traído problemas; pero alguien tenía que reemplazar a Luchito que había sido castigado por su mamá.

Cada vez que Pepito tomaba el balón todos pensaban lo peor. Juancito era su mejor amigo, pero también temía que Pepito provoque una nueva discusión con los demás niños, y procuraba no lanzarle el balón. Por momentos olvidaban todos los riesgos posibles, el control del tiempo y las obligaciones que esperaban en casa, para lanzarse a correr sobre el asfalto del vecindario vuelto campo deportivo, delineado con tizas de colores, disparando el balón hacia los tubos de construcción que cumplían la función de arcos de fútbol. Pepito también olvidaba los comentarios de sus amigos, y corría por la pelota; mas aún, cuando hizo un gol, se tuvo más confianza. Tanto que nuevamente convirtió un gol. Llegó un momento en que todos le cedían el balón, por que confiaban en el talento que Pepito había demostrado para introducir la pelota en el arco. Los niños lo aplaudían y halagaban permanentemente, del mismo modo que colocaban las pilas para que funcionasen sus juguetes. Pepito se sentía muy orgulloso y quería seguir haciendo goles para que sus amigos no dejen de aplaudirlo. Cuando no le pasaban la pelota, les gritaba enojado; y cuando él la tenía entre los pies, sólo pensaba en disparar al arco para acumular goles.

El juego cada vez parecía tener menos participantes. Y desde las ventanas de las casas del barrio los demás niños podían ver a Pepito corriendo a solas con el balón, desde las ventanas con las lunas rotas convertidas en los nuevos arcos de fútbol.

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